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Los últimos

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Lleva años allí, la disciplina la viste a cabalidad, su memoria no va a la par, puede que la muerte le recuerde sus faltas, lo inquietante es oír que olvidará de todos modos.

De pronto se oye un golpe, es un visitante que tiene quebrada la cara y le invita una partida.

–Soldado, hay una obra oscura que no se conoce y que llaman "recuerdo roto", demonios en el lugar incorrecto, visiones de un hombre que se pierde a sí mismo cuando excava en su pasado. Es una criatura selectiva y con ciertas imprecisiones que logra recomponer algo, pero el desdichado muere poco a poco, sabe que las piezas de madera están hechas de ataúdes, que el tablero sólo es espíritu, es el ajedrez de los muertos. La muerte como en el juego, irradia esplendorosos estertores, rigores en formas homéricas, caballo, alfil y un rey tan trágico como Sófocles, peones que se han consumido en una torre.

El tosco rey increpa porque su conciencia desmemoriada no le deja enrocar para protegerse del visitante. Apertura, medio juego y final, el instinto mueve las piezas devorando peones y los recuerdos, sus fantasmas y sus muertos, empujan el ataúd.

–Eres buen jugador, nadie entra en la pérdida por accidente, la mente por sí misma es una verdad que te da en la sien, el recuerdo está lleno de fragmentos engañosos de los que no puedes escapar hasta que mueres, juegas como un héroe y terminas con horror.

–Soldado, ya habrás tocado la furia, ya habrás confundido a tu hija con tu madre, ya habrás comido del miedo irrisorio, lo ridículo de perder a tu amante en discusiones y reconciliaciones afiebradas, que una noche acalorada te muestres como despojo y calmes tu dolor con una biblia como el buen ateo que pretendes ser. Reúnes un ejército de insignificantes peones y sueñas con tu guerra sagrada, ponerte esa armadura donde esta maldita enfermedad no te toque.

–La dama es tu esposa en el crujir de la madera –dijo el visitante– en su pobreza que como poeta guardaba, en la grandeza de criar a tus críos como el poema más épico. Porque sí, hay cosas que quieres olvidar, pero eso no se arranca. Ya habrás llorado por insignificante, pero no lo suficiente como para tirar el tablero y que la noche más cruda te dé de cuchillazos con el miedo a que tu Dios te toque la puerta. Somos dos ataúdes bien construidos, de buena madera aunque podridas raíces, escarbando la tierra por miedo a ser enterrados vivos en pasadizos o en nichos para recomponer en carne mi masacrada cara, en la ruina o en la queja que te persigue.

El visitante tiene en su cabeza una jugada que podría ser jaque mate, pero recuerda que es un peón y se abstiene.

–Ahora me largo para buscar a otro con quien divertirme –continuó– a la prisa de viejos estandartes, verdaderos próceres de otras épocas a los que no pueda ganarles con los ojos cerrados.

–Jugador, ¡Yo sí sé de juegos! –dijo el tosco rey– desmembré consignas en miserables galpones, clavé cruces imaginarias y pacté con el diablo, fue muy sencillo y me dio otros restos que esparcir en esa pampa. Con la tierra de testigo, siguieron y siguieron hasta que perdí la cuenta, me di ínfulas ante el resto ganando su respecto y perdiendo el mío. Sé que soy el último de esta torre.

–¿las que sollozan son almas? ¡pídeles que se silencien! a esas lloronas que levantan fotografías vacías y escriben en letras desprolijas ¿dónde están? entrelazando alaridos en lo más hondo de estos cimientos oscuros como alambres de púas. Muchos eran huachos, cesantes, cantautores de peñas rancias, obreros de media jornada, algunos politiqueros y a los más bravos los quebramos en torturas de inteligencia, apenas vieron a su camada se vendieron con muy poco tatuando en la piel "lección aprendida" en medio de la corriente.

Dicen que hay recuerdos que no se borran y para este soldado seguramente sea este.

–Cuando yo era un pobre aprendiz dialogué con bufones muy serviles, uno me dio un consejo bastante simple, debía comportarme siempre como un desquiciado que tomara el caballo e hiciera el amor con la reina y que me mantuviera alejado de panfletos y subversivos. Todo iba de maravilla hasta que un alfil me dijo que ninguna muerte violenta queda sin castigo, que estuviera despierto y leyera bien el tablero, que aunque no lo invocara tres veces, el espíritu haría contacto.

–Desde la torre con el tiempo, me vi en una especie de laboratorio donde aleccionaba a la piltrafa, hacíamos golpes de corrientes, ¿quién podría comprender la emoción de un hombre poblando la tierra de fantasmas?, ver caras vacías y quebrarlos con simples fotografías de su prole. El pueblo, puñado de imbéciles, adoctrinados capaces de inmolarse por lo perecedero, peones siempre devorados por una estrategia de principiante, por eso disfruto lo que me toca.

El visitante lo interrumpió –Soldado, deja que los muertos despierten en medio de la noche, que a tus colegas les queda poco para usar el pijama de palo, que en la penumbra acicalan sus prendas, que en gala o en tortura, vistieron cuando en tierra les acostaron. He visto a uno arrodillarse al lado de su catre, no lleva sus condecoraciones y sin embargo con alguien habla, se retuerce –¿por qué?, si sólo seguí órdenes– se abstrae en la biblia y sale una bala.

–Jugador, en la alambrada hay un hombre con metralleta, ignoro si nos protege o sólo quiere darme un tiro y con celdas tan diminutas, imposible confrontar al placer y prolongar la estirpe con virilidad en esta pared.

–Parece que somos presos con la sien bien borrada e imágenes que trastocan, tal vez yo y mis camaradas sólo somos ataúdes a medio construir, una marcha, un padre frío, esta casa de ancianos, seres dañados a punto de extinguirse, un derrumbe de hombres, un par de catres vaciándose.

–Soldado, algo se arrastra por el pasadizo, pero nadie advierte su presencia, tal vez sea un muerto en búsqueda de recuerdos o un intruso que quiera tomar medidas para tu fosa. Muchos de tus colegas confunden letrinas con ladrillos y el espanto toca la reja. El cuarto cruje, alguien parece despedirse, es otro colega tuyo. De día las culpas son imperceptibles, pero de noche los desvelan, ahora es parte de sus vidas y deambulan. Consiste en morir solos sin darse por enterado.

Indagar a lo que llevó a este ser humano a la barbarie sin que siquiera lo recuerde, produjo lástima en el visitante. Mientras uno muere porque está olvidando quién es, el otro siente que está muriendo también, pero no sabe por qué…

–Jugador, tengo serios problemas de personalidad por lo que decidí cerrarme un poco, no fuera ser que alguien quisiera charlar con mi sombra. Para los faraones su hogar es su tumba por eso necesito ser enterrado con todas mis pilchas y así no ser despojado o colgado como esos desaparecidos, almas sin cuerpo en oscuridad en la pila de la torre. La tierra ruge en sus huesos como recámara funeraria, en concreto, barro, cercenados en escupitajos, nichos, fosa o cuna, los muchachos en esos tiempos eran cosa seria, a mi teniente no le bastaron un par de alambres cuando llegó a la barraca, toneladas de cables fueron necesarios.

–Es grande el patio y cada vez somos menos, en la carne y en la sangre algo hiela los huesos, mientras regurgito a un pasado que está incompleto. He enumerado torpemente los salmos y los refranes "suelen las personas vulgares complacerse de sus defectos", pero somos ataúdes bien construidos. Que tarde se hace para lustrar mis bototos ¿o ya los lustré?

–Irrisorio, mañana despertarás con la idea de que todo conocimiento no es más que un recuerdo burlón, –ironizó el visitante– el estado mental es misericordioso y bellaco, para el ajedrecista mirar la jugada del otro es ganar, la verdadera jugada está en la mente, pero tú estás incompleto, inculcarte ahora arrepentimiento no viene al caso, es más, ni recuerdas quién soy...

Las musas acompañaban al rey a enunciar las palabras adecuadas, pero para este veterano simplemente desaparecieron. El sólo hecho de recordar es un acto que ya no viene al caso, es más, hasta parece misericordioso y sólo así se quedó dormido.

Viendo al soldado en el séptimo sueño, el jugador se preguntó por qué había llegado hasta allí a jugar una partida, cuando unas condecoraciones lo hicieron recordar.

Un hombre transitaba desde la cloaca al barrio alto, practicaba el rigor del esqueleto y en la santa biblia se soslayaba, besaba a su hijo y luego destripaba un vientre de manera magistral. Merodeaba con depredación deleznable, primero la humedad amurallada y luego el ametrallar para dar en el blanco al rebaño popular, –¿recuerdas el juego de las escondidas? –dijo al rey dormido– imagino que sería mejor una jugada de naipes o un solitario, pero muchos corrimos como manadas en la muchedumbre, entre tantos iba yo y mi hermano, un supuesto secuestro. El caso estuvo en las noticias, pero no en su forma, alguien intentó implicarnos en un cargamento de armas. Mientras tú me consumías, escuché gritar a una mujer durante horas y recuerdo jurarme venir a buscarte en persona. La última imagen que vi fue a mi hermano, de seguro él sería el siguiente.

Días después, vi a mi padre pegarse un tiro a metros de mí, en esa torre de libros donde solíamos jugar al ajedrez con las piezas de madera, aún siento el olor a pólvora y su cara humeando. Luego de eso, mi madre se volvió loca, no me reconocía como tú ahora. Nunca pensé sufrir más que cuando me estabas torturando.

–En mis sueños miro por la rejilla con ojos bien abiertos porque detrás de los ladrillos hay alaridos susurrándome –dijo el visitante mirando hacia arriba– se ven vigas y cuerdas en un techo que se viene abajo y en medio de las sombras creo reconocer unos huesos, al parecer no sólo el viejo soldado es el último, también lo soy yo.

–Ahora hay pocos buscándome en las calles y en los muros, sólo somos paredes vacías y ya ni se oye el ¿dónde están?...

De repente, frente a un memorial sin nombre, se siente un escalofrío, de seguro es alguien manifestándose, quizás sea yo.


Aída Reyes-Alcalde

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